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Hoy sabemos que «Pitágoras (569-475 a.C) fue el primero en acuñar las palabras Filosofía y Matemática, para describir sus actividades intelectuales, como elementos de elevación moral hacia la salvación. Fue el primero en utilizar la palabra «cosmos», es decir, el concepto del universo ordenado y armonioso» (Gonzalez Urbaneja, 2007). El filósofo y matemático griego, decía que «Dios hablaba con números y a ese lenguaje le puso el nombre de matemática sagrada o ciencia de los principios. Al símbolo de la cruz lo relacionó con el número cuatro, pues según él, representa simbólicamente el orden del mundo, las cuatro bases que forman el equilibrio de la creación» (Enciclográfica, 2002). Si estuviésemos dentro de la escuela pitagórica, no tendríamos ningún reparo en afirmar que el misterio de la ciencia de la Santa Cruz es en gran parte materia de estas matemáticas sagradas o ciencia de los principios a la que se refería Pitágoras, y mucho más cuando relaciona el signo de la Santa Cruz como la representación simbólica del orden.
No todos los matemáticos han llegado a tener en cuenta esta ciencia como una herramienta de elevación del alma para el quehacer filosófico, ni todos los filósofos han bebido de las fuentes de la ciencia de los números y la geometría para poder reforzar de esta manera sus argumentos. En nuestro caso, si vemos preciso servirnos de estos campos del saber humano para poder elevarnos en cierto grado hacia la ciencia teológica y la filosofía.
«¿Cómo podemos explicar la profunda interacción entre matemáticos y filósofos a lo largo de la historia? En la historia del desarrollo del pensamiento humano ha habido una constante interacción entre sus vertientes filosófica y matemática. Han sido muchos los movimientos filosóficos que han buscado su apoyo, su inspiración y hasta su modelo en el estilo y modo de proceder de la matemática. ¿Cuáles pueden ser las razones que expliquen este acercamiento? El filósofo intenta comprender y desentrañar los muchos enigmas que el mundo real, su mundo interno y el mundo exterior, le proponen. Pero la realidad se presenta demasiado enmarañada para tratar de abordarla tal cual es. El mundo de la matemática pretende ser una simplificación, como el armazón interno, de unos cuantos aspectos importantes del mundo real. Es natural que el filósofo de todos los tiempos, de forma más o menos consciente, en su imposibilidad de penetrar en la maraña de la realidad, haya considerado certeramente la matemática como un primer campo de operaciones extraordinariamente valioso en su camino hacia zonas más ricas de la realidad. Tal fue la actitud de los pitagóricos transmitida con su influyente y peculiar estilo por Platón y retomada diversas veces a lo largo de los siglos hasta nuestros días. Este talante de pensamiento es el que hace aparecer aquellos filósofos antiguos tan «contemporáneos» ante nuestros ojos. Más ajustado sería decir que el estilo de pensamiento contemporáneo conserva con bastante fidelidad muchos de los rasgos del pitagorismo inicial, hasta el punto de dejar una huella considerable en el pensamiento de la humanidad, se pueden destacar unos cuantos con cuyas visiones permanecemos iluminados en la actualidad. Pero hay otros aspectos interesantes de la matemática que atraen de modo natural al filósofo. La dinámica interna del pensamiento matemático, la lógica de su estructura, simple, tersa, sobria, clara, hacen de ella un modelo de reflexión fiable que suscita el consenso de todos. Los filósofos interesados en aclarar los misterios del conocimiento humano han visto en el pensamiento matemático un campo ideal de trabajo donde poner a prueba sus hipótesis y teorías» (Universidad Complutense de Madrid, 2018).
Tanto los científicos como los filósofos e incluso ahora con mayor razón también los teólogos deben de tener un objetivo en común, que es escrutar los misterios desde todas las panorámicas posibles que se presentan en la vida del hombre. Encontramos de nuevo un discernimiento muy acertado por parte de san Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio, cuando hace referencia a «la razón ante el misterio». Sin ánimo de querer salirnos del contexto sacramental, cuando este pontífice se refiere a los signos que encontramos dentro de la revelación, no debemos de ignorar que la Santa Cruz también es un signo importante que guarda en sí un misterio profundo, digno de ser estudiado en todas sus dimensiones. En este punto donde nos habla sobre la razón ante el misterio, nos dice que: «Para ayudar a la razón, que busca comprensión ante el misterio, están también los signos contenidos en la revelación. Estos sirven para profundizar más en la búsqueda de la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos, si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte, la empujan a ir más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe de dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone» (Juan Pablo II, p.39). Teniendo en cuenta esta reflexión del santo pontífice, podemos decir desde este momento que tenemos licencia para poder afirmar que por medio de los signos Dios nos habla y también nos revela su voluntad, pues deberíamos de tener muy presente que ciertamente «un símbolo dice de Dios más que mil libros eruditos» (Casel O, 2011).
La posibilidad de experimentar una cerrazón por parte de los científicos, filósofos e incluso teólogos de nuestro tiempo, lo podemos prever si tenemos en cuenta la introducción de la obra póstuma «Misterio de la Cruz» del benedictino Odo Casel (1886-1948), cuando afirma que: «Acercarnos al Misterio de la Cruz «es lo más fácil y lo más difícil. Tan fácil que hasta un niño puede entenderlo y comprenderlo; tan difícil que aún el más sabio nunca lo aprende, a no ser que vuelva de nuevo a las causas primeras y se haga lo que fue el hombre en un principio: uno que calla, escucha y contempla» (Casel O, 2011, p.49). Son precisamente estas las razones principales por las cuales muchos sabios y entendidos de nuestro tiempo, no sabrán reconocer o estar a la altura de la verdadera riqueza de este misterio de la ciencia de la Santa Cruz. Es muy importante tener en cuenta que todo hombre tiene la capacidad de poder alcanzar el conocimiento de la verdad por medio de la fe y la razón, es decir, de comprender de una manera accesible a nuestra inteligencia los misterios de Dios. Estos conocimientos que en parte presentaremos en este estudio deben de estar y están al alcance de la capacidad intelectual de cualquier persona con conocimientos básicos en matemáticas, ya que la verdad siempre ha sido especialmente patrimonio de los pequeños (Mt. 11, 25). Por esta razón, precisamente, estos conocimientos que brillan especialmente por su sencillez producirán un gran desprecio, especialmente dentro de la comunidad científica de nuestro tiempo, ya que, en el transcurso de la historia, han basado su ciencia en una comprensión que con el tiempo se ha tornado cada vez más y más compleja. Esto debe hacernos recordar lo que dice Jesús en el Evangelio: «para un juicio he venido yo a este mundo; para los que no ven vean, y los que ven queden ciegos» (Jn. 9, 39).
Con deseo de querer limar toda aspereza, debemos de recordar que en nuestra vida muchos hemos despreciado o descartado en alguna ocasión ciertos métodos que nos hubiesen podido ayudar a alcanzar el conocimiento de la verdad, pues en este aspecto ¿quién no ha tenido la ocasión de experimentar en muchas ocasiones de su vida lo que narra un relato bíblico que hace referencia a un personaje llamado Naaman el sirio? En efecto, deberíamos de ser conscientes que prácticamente todas las personas, hemos actuado en esta vida en muchas ocasiones siguiendo este mismo ejemplo de Naaman, jefe del ejército de Siria, hombre respetado y de mucha reputación, valeroso, pero enfermo de lepra. El orgullo de Namaan le impidió en un principio reconocer que su remedio consistía en aceptar el sencillo y humilde método que el Profeta Eliseo le propuso; lavarse en el Jordán siete veces (2 R. 5,1-27). Teniendo en cuenta esta perícopa de la sagrada Escritura, deberíamos de considerar que siempre habrá personas que partiendo de la sencillez pueden encontrarse de esta manera con una piedra de tropiezo, para infravalorar o despreciar este tipo de procedimientos que pueden tener las cualidades necesarias para purificar y desmadejar el gran marasmo que podemos encontrar dentro del conocimiento. Con este pasaje del Libro de los Reyes, queda de manifiesto que la verdad de nuestro origen no saldrá de una probeta de laboratorio, ni de un súper simulador para estudiar el comportamiento de los átomos, etc. La verdad para poder comprender tanto nuestro origen, así como nuestro destino, ha estado y está al alcance de todos, tanto para mentes privilegiadas, así como para aquellas personas que pueden llegar a pensar que no tienen grandes dotes de capacidad intelectual.