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La cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud lleva casi dos años peregrinando por toda España para llamar a los jóvenes a la fiesta de la fe a la que el Papa los convoca el próximo agosto en Madrid. Ha sido recibida por las comunidades cristianas con alegría desbordante. La visita de ese simple madero, cargado de tan gran simbolismo, confirma la verdad del antiguo himno litúrgico que la Iglesia ha vuelto a cantar en todo el mundo el Viernes Santo:
“Ya del Rey se enarbola el estandarte,
de la cruz el misterio resplandece,
de la vida el Autor muerte padece
y con ella la vida nos reparte.”
En algún caso se ha mostrado descontento ante la visita de la cruz. Alguna pluma, muy puesta en la sabiduría de ese viejo mundo que es enemigo de Dios y de la cruz de Cristo, se ha atrevido a escribir que “la cruz no nos salva”; y, a modo de colofón infernal de un no corto itinerario de alejamiento del Señor y de la Iglesia, ha estallado en la blasfemia: “¡maldita cruz!”.
Es un caso tan triste como aislado, ciertamente. Pero es también aleccionador. Pone de manifiesto hasta dónde se puede llegar cuando se prefiere siempre el propio juicio al de la Iglesia. Delata también hasta dónde llega el dado que pueden causar los medios que hacen de caja de resonancia a tales itinerarios, así como quienes, de uno u otro modo, colaboran con esos medios. ¡Hasta la negación blasfema de la salvación del Señor y hasta la difusión de tal obra de perdición!
Pero incluso tales exabruptos del infierno tienen también su lado positivo: nos incitan a meditar de nuevo la belleza de la doctrina católica y a gozarnos de la seguridad que nos ofrece la gran tradición de la Iglesia.
La Iglesia tardó siglos en aceptar la cruz como signo plástico de su fe. Aquel instrumento de suplicio, que seguía siendo empleado en los ajusticiamientos bárbaros de la época, era demasiado terrible para la sensibilidad humana. Era, por otro lado, demasiado vulgar: algo así como si hoy se quisiera convertir una guillotina o una jeringuilla de inyección letal en símbolo de algo noble. Pero siempre, desde el primer momento, estuvo bien claro para la Iglesia que la cruz era el instrumento de la obra de salvación escatológica realizada por Dios en su Hijo Jesucristo.
San Pablo resume su evangelio como “el mensaje de la Cruz”. Es la buena noticia que él mismo había recibido: que el Hijo, aquel por quien todo fue hecho, se rebajó hasta someterse a la muerte, y “una muerte de cruz”. En eso consiste su gloria, la gloria que el Padre le da, manifestada en el Espíritu Santo para la Iglesia. Lo bueno para los hombres es que, de ese modo, Dios mismo ha encontrado una salida insospechada para hacer justicia al modo divino: es decir, cargando sobre sí mismo, en el Hijo eterno, con la muerte merecida por el pecador. Así, ¡es Dios mismo quien expía nuestros pecados! A causa de su Amor infinito, nos regala, en la cruz y la resurrección del Señor, un comienzo nuevo para que podamos vivir para Él.
El mismo San Pablo sabía bien que este mensaje de la Cruz era una necedad para los griegos y un escándalo para los judíos, pero fuerza de salvación para quienes ponen su confianza en Jesucristo. ¿Habrá que perder un instante en atender a quienes hoy nos vuelven a decir que el mensaje de la Cruz es una gran equivocación que llevaría milenios sojuzgando las almas? ¿Habrá que escuchar sólo un momento a quien, en nombre de no se sabe qué sabiduría superior, reprocha a la tradición cristiana haberse inventado un Dios vengativo, que exige reparación por el pecado en lugar de sanar las heridas de los heridos de la vida? No cabe duda: tales simplezas no merecen más que el mismo firme rechazo que Pablo reservaba para los adversarios de la Cruz.
Por la Cruz y resurrección del Señor, el amor infinito de Dios nos libra al mismo tiempo del pecado y de sus consecuencias: del sufrimiento y de la muerte. Sin esa Cruz gloriosa, el sufrimiento y la muerte serían la última palabra sobre la desgraciada historia de la Humanidad pecadora. Lo saben muy bien todos los místicos cristianos que no dudan en declararse discípulos de la sabiduría de la cruz, que nada tiene que ver con el amor al sufrimiento por el sufrimiento, nada con el masoquismo.
Son innumerables los textos de San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz que cantan, con la fe cristiana de siempre, el amor a la Cruz de Jesús, como camino de luz y de vida. El Santo Patrono de los Ejercicios, haciéndose eco del himno litúrgico mencionado al comienzo, confronta al que se ejercita con la Bandera de la Cruz como piedra de toque de la verdad de su amor a Jesucristo. La Santa de Ávila vive como quien sabe bien que “en la cruz está la vida y el consuelo / y ella sola es el camino para el Cielo”. El reformador del Carmelo, por su parte, quiso unir su propio nombre al nombre santo de la Cruz, en la que reconoce al Pastor que tiene “el pecho del amor muy lastimado”.
San Rafael Arnáiz Barón – como es sabido – murió en 1938, a los 27 años, sin haber podido estudiar filosofía ni teología ni, por supuesto, sin haber sentado nunca cátedra en ninguna universidad eclesiástica. Pero es considerado, con razón, como un gran maestro de la verdadera “ciencia de la Cruz”, en la tradición de la mística cristiana de siempre. Él explica muy bien, en breves palabras, el misterio salvador de la Cruz: “En el mundo – escribe – se sufre mucho, pero se sufre poco por Dios. El cristiano no ama la debilidad ni el sufrimiento tal como éste es en sí, sino tal como es en Cristo; y el que ama a Cristo, ama su Cruz”.
En Cristo, Dios sufre con todas las víctimas del pecado – es decir, con todos los hombres – para librarlos del sufrimiento y de la muerte. En Cristo, el sufrimiento es, por la fuerza de la resurrección, camino para la Vida, para la Vida eterna que, naturalmente, no se halla solo más allá de la muerte, sino también ya aquí en el alma de quienes aman su Cruz. Lo ha explicado con precisión y belleza Benedicto XVI en su último libro sobre Jesús de Nazaret. Ahí está toda la fuerza de la figura de Jesús, que en vano se buscará en las deformaciones sociologizantes y psicologizantes de los autoproclamados debeladores de supuestas equivocaciones milenarias de la Iglesia. La del Crucificado resucitado es la fuerza salvadora del Dios-con-nosotros, que se muestra divinamente poderoso queriendo estar con el hombre hasta en su muerte, fruto del pecado, para abrirle el camino de la Vida.
Mons. Juan Antonio Martínez Camino