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Para ser profeta hay que estar un poco loco

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Sobre los profetas se ha escrito mucho… y bueno. La intención de este artículo está más en la línea de desentrañar el significado que puede tener para nosotros hoy, como pueblo de Dios. Quizá, al llegar aquí, habría que avisar aquello de que «lo que sigue puede herir la sensibilidad del lector» y que, por lo tanto, está en su derecho de blindarse y protegerse para evitar ser atravesado (el verbo que emplea Os 6,5 significa también «perforar»: «hacer trizas», «despedazar»…).

    Pero tal vez no sirva de mucho el defenderse. También Jonás se resistió cuando vio que en Nínive le acechaba el implacable amor de Dios y se embarcó a toda prisa rumbo a Tarsis, que quedaba justamente en dirección contraria. La historia de Jonás, como la de cada profeta, es, en primer lugar, una historia de persecución, alcance y rendición. Por eso a todos ellos les cuadra el calificativo de «alcanzados».

    En la experiencia profética Dios no es objeto, sino sujeto, y los textos proféticos guardan el estremecimiento de una irrupción inesperada y repentina de Alguien que se les ha impuesto: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de sicómoros, pero el Señor me arrebató de detrás del rebaño y me dijo: Ve a profetizar a mi pueblo Israel» (Am 7,14-15).
La Palabra de Dios se les impone, se apodera de ellos y se instala en sus entrañas:

    «Ruge el león: ¿quién no temerá? Habla el Señor: ¿quién no profetizará?» (Am 3,8).
    «¿No quema mi palabra como el fuego, oráculo del Señor, y como un martillo golpea la peña?» (Jer 23, 29).

Antes que ninguna otra cosa, el profeta es un hombre que da testimonio del absoluto de Dios.

SERES «ALTERADOS».

La pregunta revela la extrañeza ante un comportamiento desconcertante, y podríamos prolongarla en forma de afirmación: la experiencia profética trae consigo una alteración, el Profeta es un hombre alterado. Y lo está porque le ha invadido el espíritu, dicen los textos más antiguos sobre el profetismo (cf. 1Sam 10, 10). Por eso el profeta es alguien alterado, enajenado, desquiciado también y descentrado, porque vive fuera de sus propios quicios y centros. Ahora siente, ve, oye, se comunica desde Otro, con otra mirada, otro oído, otra voz.

Es capaz de ver signos donde los demás no ven sino cosas:

    «¿Qué estás viendo, Jeremías?
    -Una rama de almendro estoy viendo.
    Y me dijo el Señor: – Bien has visto. Pues así soy yo, atento a mi palabra para cumplirla» (Jer 1,12).

Capta, más allá de las apariencias de lo trivial, el clamor de la realidad violentada por la injusticia:

    «¡Ay de quien gana ganancia injusta para su casa, para poner su nido muy alto y escapar a la garra del mal! Porque la piedra grita desde el muro, y la viga desde el maderamen le responde» (Hab 2,9-11).
   
   

    La opulencia y la belleza de los palacios de Samaría, en la mitad del siglo VIII a. C., debían de ser un placer visual y un orgullo para cualquier visitante ingenuo que paseara por primera vez por la ciudad, y más si venía del mundo rural. Pero Amós, aquel campesino y ganadero de Tegoa, mira ese esplendor con la mirada lúcida de quien adivina el precio sobre el que está edificado:

    «Acostados en camas de marfil, arrellanados en sus lechos, comen corderos del rebaño y becerros sacados del establo…» (Am 6,4-6).

    «No se afligen»: esta acusación dolorida es una de las más asombrosas de los libros proféticos, porque lo que denuncia como verdaderamente culpable es la indiferencia despreocupada de una sociedad tan ensimismada que los otros, esos otros irrelevantes e insignificantes a nivel económico, político y social, como los huérfanos y las viudas, no ocupan espacio ni siquiera en su atención. Y sin embargo, esos sucesos, al parecer intrascendentes a fuerza de repetidos (que un hombre no valga más que un par de sandalias: Am 2,6; que los comerciantes hagan trampas con el peso: Am 7,4; o que no llegue a los tribunales el pleito justo de una viuda: Is 1,23), son para los profetas una catástrofe, y hablan de ello como si el cielo fuera a desplomarse por esas cosas.

    Uno de los rasgos más característicos de la personalidad profética es lo que A. Heschel denomina la «co-participación con los sentimientos divinos».  En el profeta se da una especie de asimilación de la vida emocional de Dios, como si su vida interior estuviera formada ahora por el pathos de Dios, no en virtu\"\"d de una fusión del ser, sino en virtud de una armonía interna de voluntad y sentimientos. Más que de una mística, se trata de una simpatía (empatía, diríamos hoy), de una identificación emocional con el sentir y el querer de Dios.

    Eso les lleva a conocer de otra manera y a hablar del conocimiento de Dios en términos que a nosotros nos resultan sorprendentes. Así hablaba Jeremías al rey Joaquín, que se estaba construyendo un nuevo palacio sin pagar el trabajo de los obreros:

    «¿Eres acaso rey por tu pasión por el cedro? Tu padre ¿no comía y bebía? También hizo justicia y equidad, y le fue bien. Juzgó la causa del humillado y del pobre, y le iba bien. ¿No es esto conocerme?, oráculo del Señor» (Jer 22,15-16).

    Precisamente porque han experimentado en ellos mismos la exigencia de ese conocimiento de Dios, los profetas luchan contra todas las perversiones del culto, que había degenerado en un camino falso de acceso a Dios:

    «¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el juicio como agua, la justicia como un torrente inagotable!» (Am 5,24).

    «¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro?, dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros …»(Is 1,11.15-17).

SERES ALTERNATIVOS

Otra de las consecuencias de la alteración profética es su capacidad para ofrecer alternativas, para propiciar y evocar una conciencia y una percepción de la realidad «disidentes» de las del entorno cultural dominante. Los profetas son capaces de dinamizar a personas y comunidades con su promesa de un tiempo y unas situaciones distintos, hacia los que se puede empezar a caminar.
    La fuerza evocadora de la imaginación profética, el  apasionamiento de su lenguaje, sacuden a Israel de su desánimo y le señalan una dirección, arrastrándole a emprender un nuevo éxodo:

    «Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas… (Is 43, 16-19).
    «¡Despierta, despierta, vístete de tu fuerza, Sión; vístete el traje de gala, Jerusalem, ciudad santa … (Is 52,1-4)

    Su lenguaje se hace irónico y provocativo cuando anuncian como inminente la caída de los que tiranizan a Israel: la sátira contra el rey de Babilonia en Is 14,5-23 es un ejemplo magnífico de este género profético. Dice el Segundo Isaías que «algo nuevo está brotando», y esta afirmación nos desafía a ver a nuestro alrededor, y también fuera del ámbito eclesial, actitudes, valores y opciones que podemos considerar proféticas.

Se trata de:

● descubrirlos, reconocerlos y celebrarlos;
● buscar en qué son convergentes con nuestras opciones cristianas;
● dejarnos confrontar por ellos y tratar de aportar también nuestra visión crítica.

Un recurso peculiar del lenguaje profético son sus acciones simbólicas, que son gestos pedagógicos que van más allá de las palabras y afectan a todos los sentidos: Isaías se pasea medio desnudo por las calles de Jerusalem para anunciar la futura suerte del pueblo de Qus (Is 20,1-6); Oseas se casa con una mujer proveniente de la prostitución y, cuando ella le es infiel, vive en sus mismas entrañas los celos de un Dios traicionado por el abandono de Israel (Os 1-3); Jeremías, cuando en  Jerusalén ya está todo perdido por el asedio babilónico, compra un campo para expresar su esperanza en la Palabra del Señor, que promete tiempos mejores para su pueblo (Jer 32,6-15).

ENVIADO Y NECESARIAMENTE CONFLICTIVO

Su misión consiste, fundamentalmente, en hablar en nombre de Otro y comunicar una Palabra con un contenido frecuentemente amenazador a un pueblo de corazón endurecido y resistente.
    Es enviado a hablar a reyes y a sacerdotes, a otros profetas que se le oponen, al pueblo mismo. Recorre las plazas y el mercado, va al Palacio y al Templo, acude a las romerías de los santuarios. No habla desde el poder de la institución, sino desde la debilidad del carisma; representa la preponderancia del individuo dominado por Dios, frente a todo sistema de posesión de lo divino.

    Sólo cuentan con un instrumento: la palabra; y el secreto de su eficacia, más allá de los fracasos, está en la debilidad de ese instrumento que, al venir de más allá de ellos mismos, los convierte en «plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce» (Jer 2,18).
    De su enfrentamiento con el poder, de su defensa de los débiles, de su negativa a aceptar otro absoluto que el de Dios, de su denuncia de un culto engañoso, no puede salir más que persecución y conflicto: Amós es expulsado del reino del Norte por el sacerdote del santuario de Betel, que no puede soportar sus críticas (Am 7,10-17); de Oseas dijeron que era un loco que desvariaba (Os 9,7); ni el rey ni el pueblo escucharán los consejos de Isaías (Is 7,12; 5,17); y Jeremías sufrirá contradicción, persecución y cárcel, y hasta será arrojado a una cisterna llena de cieno (Jer 38,1-6).

    A pesar de todo ello, ellos aguantan y no escapan del conflicto: «Guardo el testimonio, sello la instrucción para mis discípulos. Aguardaré al Señor, que oculta su rostro a la casa de Jacob, y esperaré en él… (Is 8, 16-18). «La palabra \’ no\’ , firmemente opuesta a la fuerza, posee un poder misterioso que le viene del fondo de los siglos. Todas las grandes personalidades espirituales de la humanidad han dicho \’no\’ al César, desde Antígona a Juana de Arco. Los esclavos dicen siempre \’sí—. (A. Malraux)

    Valdría la pena reflexionar sobre el \’no\’ al César de turno, que traería consigo nuestro \’sí\’ al Evangelio, y experimentar la fuerza que nos supone el contar en nuestro tiempo con personalidades del \’no\’, desde Nelson Mandela a Ignacio Ellacuría. A veces, el \’no\’ profético se expresa también ante Dios con una libertad de expresión, de queja y de rebeldía, que confronta el comedimiento reprimidode nuestra oración.

    Una última reflexión sobre el carisma profético en boca de alguien que sabe bien \’de qué va\’:

    «Para tener esperanza es preciso ser, al mismo tiempo, muy pobre y muy ambicioso, muy realista y muy utópico, minucioso como un contable y fantástico como un niño o un poeta.» (Alberto Iniesta)

    Para ser profeta (o aprendiz de profeta, podríamos añadir nosotros) hay que estar también un poco loco, con aquella locura de que nos habla el poeta árabe:

 «Ellos me dijeron: Te has vuelto loco a causa de Aquel a quien amas. Yo les contesté: El sabor de la vida es sólo para los locos.»

FUENTE