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Santos locos, santa obscenidad, Joseph Beuys y accionismo vienés

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Guillermo Aguirre Martínez Universidad Complutense de Madrid guillermo.a.m@ucm.es
FUENTE
 

Resumen

Estas páginas vinculan la propuesta de Joseph Beuys y de los accionistas vieneses -en su época inicial y a partir, fundamentalmente, de los trabajos de Günter Brus y de Otto Muehl- con rasgos propios de modelos de ascetismo radical de tendencia socialmente subversiva. El trasvase que en el curso de secularización histórica se produce desde la esfera de la religión a la del arte -como dominio en el que se proyecta y se rearticula el concepto de lo sacro- permite establecer un vínculo con la tensión ortodoxia/heterodoxia tal y como se plantea al inicio del cristianismo. Entendemos que esta comparativa permite advertir una continuidad y con ello asimilar el sustrato que alimenta el imaginario contemporáneo.

Palabras clave: ascetismo; Santos locos; Accionismo vienés; performance; Joseph Beuys.

1.  Una visión preliminar y dos modelos antagónicos: estilitas y santos locos

Nos situamos en la época dorada del anacoretismo cristiano, en los siglos V y VI, en el Oriente Medio. Extravagantes individuos como los adanitas, los dendritas, los estacionarios, los boskoi, los santos locos o los estilitas conforman algunos de los modelos de ascetismo radical tan atractivos para la iglesia aún en formación, como progresivamente rechazados por ésta dado que todos ellos proponen formas de vida anárquicas, anómicas y, en principio, refractarias a incorporarse a estructuras organizadas de autoridad.[2] De entre todas estas variantes son los estilitas los más célebres, así como aquéllos que no sólo van a ser tolerados, sino incluso venerados por la jerarquía eclesiástica. Visitados por peregrinos, obispos y otras personificaciones de poder, la capacidad de sanar atribuida a algunos de estos estilitas hay que ponerla en relación con su carácter carismático. Es preciso estar convencido de su facultad curadora para que los peregrinos que hasta ellos se acerquen obtengan los resultados deseados. No de otro modo hemos de acercarnos a las experiencias de los reyes taumaturgos[3] o, en general, a modelos comunes de reparación por vía de transferencia.[4] Asistimos en estas relaciones especulares a un fenómeno que Roger Bartra estudia a partir del efecto placebo y que Evagrio Póntico -en el siglo IV y siguiendo una tradición bien rastreada- presenta como sanación por medio de la palabra.5 Placebos humanos, los más exitosos estilitas adquirirán a ojos ajenos, pero así mismo a los propios, una mayor entidad con cada acto de transferencia o sanación posibilitada. La acusación de vanagloria, por lo demás, no dejará de recaer, más pronto que tarde, sobre estos individuos encumbrados.

 Frente a esta tipología ascética, una serie de ácratas individuos, anómicos y en cierto modo animalizados, va a poner en práctica otra actitud nuevamente vinculada tanto con una experiencia existencial radical como con una dramatización cotidiana -hasta el punto de que es preciso comprender que la una y la otra se retroalimentan-, si bien en este caso a partir de un despojamiento o humillación individual. Hablamos de los santos locos, variedad ascética que, en otras latitudes y periodos históricos, cristalizará en la tipología, a la que más adelante nos acercaremos, de los santos obscenos. En ellos el pliegue sacro del ser queda reunido con el residual. Se sustituye con ello el exceso de brillo del estilita por un rebajamiento aparente de categoría existencial.

Sobre la base de esta forma ascética podemos comenzar por poner, de modo ejemplificativo, nuestra mirada en las paradigmáticas figuras de Simeón de Edesa (S. VI) y de Andrés el loco (S. IX-X). En el siguiente pasaje, tomado de uno de los trabajos de José Simón Palmer sobre la materia, encontramos la siguiente presentación:

 El modelo de Simeón en lo que respecta al uso de sus funciones corporales no es el filósofo cínico, sino pura y simplemente el perro como ‘imagen tradicional de la animalidad en lo que ésta tiene de innoble’. Hay todo un proceso de animalización del salós, que comienza con la salé de Tabennisi, acostumbrada a la suciedad y a comer los desperdicios fuera de la mesa, sigue con Simeón y culmina […] con Andrés el loco (Simón Palmer, 1999, p.64).

 Los llamados santos locos, movidos por un exacerbado deseo de autohumillación y sobre la base, según hemos apuntado a partir de los testimonios de los autores en cuyos estudios nos apoyamos, de una dramatización existencial -sin que esto último reste en modo alguno valor a la experiencia-, serán tan venerados como repudiados e incluso temidos. Fingimiento, desnudez y desintegración psíquica se solapan o superponen para dar forma a un modelo en el que convergen órdenes de realidad en principio enfrentados: lo profano y lo sacro, lo demoníaco y lo sublimado. Sólo teniendo en cuenta esta situación ambivalente es posible acercarnos a estos ascetas sin reducir sus dimensiones. En adelante

riencia catártica reglada políticamente -tal como ocurre en el teatro griego, fermentado al tiempo que lo hace la dialéctica y la democracia según expone Gómez de Liaño (2004)-, sino una experiencia vinculada al concepto de lo salvaje tal y como lo plantean Maffesoli o Hulin, experiencia conforme a la que lo sacro no se vincula ya a un grado de virtud ni aun siquiera de orden social, sino a una potencia que atraviesa y sobrepasa al individuo.

5             Destacamos al respeto los recientes trabajos de Santiago H. Vázquez. Vid.: “La figura del Cristo Médico y la acción terapéutica del gnóstico en Evagrio Póntico”, publicado en la revista Veritas en abril de 2018.

ahondaremos en algunas de sus características con el objeto de poner rasgos concretos de su experiencia en relación con los idearios planteados y ejecutados por Joseph Beuys, así como por los accionistas vieneses.

2.  Santos locos, santa obscenidad

El cruce o la nervadura advertida entre experiencia original, estético-teatral y simbólica, profana y cultual así mismo, se evidencia en las dramatizaciones de las figuras que cristalizan en la imagen del alter Christus, establecedoras de una dialéctica entre lo sacro y lo residual. El concepto de simulacro no sólo no se opone a la posibilidad de una vivencia ingenua, sino que ésta no resulta posible sin que quede fijada a un componente excesivo y teatralizado, al menos en lo relativo a la conducta de los santos locos, donde la proximidad entre lo divino y lo demoniaco se solapa, especialmente, en un periodo tardío -siglo VII- del anacoretismo/ascetismo primitivo, según recuerda Simón Palmer siguiendo a Gilbert Dagron: “en la mentalidad de la época el loco estaba poseído por el demonio, el que fingía posesión demoniaca pactaba con el demonio y el salós, el santo loco, era, más que el amigo de Dios, el ‘enemigo íntimo del diablo’” (1999, p.66). El loco santo o loco por causa de Cristo es presentado páginas adelante por el propio Simón Palmer como “un desarrollo del motivo del ‘esclavo oculto de Dios’, tan popular en la literatura ascética protobizantina, y surge como reacción a la santidad demasiado oficial de los ascetas cuya virtud es reconocida públicamente. […] Si el santo convencional se esfuerza por llevar una vida incorpórea y tras su muerte su cuerpo es objeto de veneración en forma de reliquia, el salós se comporta como si sólo fuera un cuerpo” (1999, pp.7374), aspecto que atenderemos en la segunda parte de este trabajo en relación con las actitudes del grupo vienés desde el afán de reactualizar el sentido de lo sacro.

 Por de pronto, se hace preciso señalar que las pruebas que el santo loco bizantino y el santo obsceno eslavo experimentan en soledad constituyen el primer paso de una posterior puesta en escena en el marco de lo público.[5] La figura del santo loco, cuyo fingimiento obedece a un deseo de autoescarnio, emerge como tipología desde la que es posible atender a un particular concepto de lo sacro desde un abajamiento del individuo. José Simón Palmer nuevamente, esta vez en su prólogo al volumen Historias bizantinas de locura y santidad, da testimonio, tras una presentación inicial, de la altura alcanzada por estos santos locos, fijada al injurioso trato al que se ven sometidos. La visión que, según recuerda el autor, realiza de este fenómeno Evagrio Póntico, ofrece una descripción general del fenómeno por entonces emergente:

 Los santos locos […] proceden de los monjes herbívoros, que representan el penúltimo estadio más elevado de la vida monástica. Entre éstos hay unos pocos que consiguen alcanzar una apátheia o impasibilidad perfecta. Llegado este momento, dice Evagrio, abandonan el desierto, regresan al mundo y, sin interrumpir sus prácticas ascéticas, que siguen cultivando en secreto, se hacen pasar por locos, ‘pisoteando’ así la vanagloria o el sentimiento de la propia perfección, la mayor amenaza para los ascetas más curtidos (2005, p.23).[6] 

 El simulacro del loco adquiere su sentido pleno, por tanto, en el momento en que opera en el seno del tejido social, en el cuerpo de un colectivo humano que, al repudiar estas prácticas, les concede su más elevado valor.

 Conforme a este doble marco de acción -íntimo y público-, encontramos que la comprensión del desierto como lugar anómico en el que el sujeto se animaliza -“Está escrito que hay en el desierto un devenir del hombre en fiera; de la mujer en hombre; del león en Dios, de todos, finalmente, en nada bajo el reinado de la luz” (R. de la Flor, 2001, p.12)-[7] se rearticula en un escenario social tenido como lugar normativizado y, sin embargo, óptimo para poner en práctica la experiencia radical. Los peligros que abundan extramuros, en alusión a ese desierto, son introducidos, sin otro filtro mediador que el estigma/valor del asceta, en la esfera pública.

 En las experiencias aquí exploradas lo sacro -en su sentido amplio, ambivalente, no cercenado- se incorpora a la vivencia cotidiana por medio del referido autoescarnio. No de otro modo lo testimonia Sergei Ivanov en el momento de presentar los reproches recibidos por los santos locos eslavos. El autor se acerca a estos ascetas a partir del concepto de ‘santa obscenidad’. Su testimonio resulta vivo y elocuente:

 Relatar sus vidas sería una tarea demasiado ingrata: salvo pocas excepciones, son todas del mismo tipo, siendo difícil establecer diferencias. Sus héroes recorren la ciudad de día vestidos con harapos o completamente desnudos; piden limosna y después la reparten; son expulsados de todas partes y los muchachos los apedrean; a veces los ricos cuidan de ellos, pero los ascetas no respetan ni su generosidad ni sus desvelos y estropean la ropa que les regalan rasgándola o sentándose sobre el barro; algunos pojaby nunca hablan, otros repiten sin cesar una palabra o sonido ininteligible que, naturalmente, responde a un pensamiento profundo y secreto, revelado sólo al final (Ivanov, 1999, 84).[8]

 Todo en estas figuras representa un apartarse de la cordura socialmente demandada, suponiendo el desnudamiento de sí una vìa conductual orientada a sanar una comunidad dañada por exceso de prohibiciones, por acumulación de tabúes. Aun comprendidas las actitudes de estos locos por causa de Cristo -así se los denominará-, en un momento primero, como una forma de realzar su naturaleza sacra, con el tiempo llegarán a concentrar un componente de perversidad incluso en una cultura como la eslava especialmente receptiva a la función social de estos modelos ascéticos.[9]

 A la hora de acercarse a la imagen prototípica de Simón el loco -modelo de santos locos y de locos obscenos-, Palmer lo describe, conforme a lo previamente anunciado, como un “alter Christus” (1999, 65), dada su afición por parodiar y ridiculizar los milagros de Jesús. Se alcanza así un grado de paroxismo de rechazo social y de desarticulación de aquellos intentos de la ortodoxia por apropiarse de la experiencia ascética, iluminándose con ello el subsuelo del fenómeno religioso, no fijado a un orden racional, sino a una estructura en la que lo sagrado se expresa como potencia -relativa a una carga de violencia- precisada de verse regulada pero no racionalizada. Sin posibilidad de detenernos en este punto por lo vasto de la materia, remitimos al lector a los trabajos de Maffesoli, Onfray o Patxi Lanceros. En las siguientes páginas, pondremos en relación estos últimos aspectos con búsquedas llevadas a cabo en el ámbito de la performance y el accionismo desde los años sesenta del siglo pasado.

3.  Performance y accionismo

3.1 Joseph Beuys

A mediados de siglo encontramos a Joseph Beuys estudiando en la Escuela de Bellas Artes de Düsseldorf. Pocos años después realizará una escultura, Krieger (circa 1955-1958)[10] en la que la dialéctica herida-sanación resulta explícita y definitoria de las búsquedas que llevará a cabo en adelante. La existencia dañada encontrará su posibilidad de reparación en el cuerpo de la colectividad, y viceversa. La proyección, en Beuys, del motivo dialéctico herida/regeneración por medio de cruces y crucificados, ya sea desde la base imaginal de la tradición cristiana, ya desde la de origen celta, presenta a su vez un interés por el ciclo mítico que, a partir de los sesenta, va a derivar en una cristalización del motivo en el objeto de su propia persona. El artista se identifica con aquella figura carismática que posibilita la renovación y sanación social al descargar sobre sí las tensiones colectivas. Más adelante veremos cómo, en el marco del Accionismo vienés, Rudolf Schwarzkogler planteará identificaciones próximas sobre la base de una simbiosis entre lo apolíneo y lo crístico representada, como en el caso de Beuys, a partir de un cuerpo vendado de los pies a la cabeza -si bien en la propuesta del vienés de manera más sofisticada y sobre el apoyo de la explícita significación del pez, vinculada tanto con el motivo del sacrificio y, naturalmente, con Cristo, como con el de la fecundidad-.

 Creación y catarsis, en la línea marcada por la antroposofía de Steiner, caminan de la mano en Beuys. Al margen de la propuesta de un reajuste psicosomático fijado a su programa, se entiende que la anulación de las capacidades estéticas del sujeto -ceñidas al decaimiento de lo numinoso- es síntoma de una mecanización de éste, lo que a su vez incide en el rol que el sujeto cumple en la estructura social, determinado no ya por el valor de la persona entendida como fin, sino como instrumento cuya actividad se desarrolla en oposición a la creatividad constitutiva de la naturaleza -en el sentido más ortodoxo de ésta-.

 La necesidad, conforme al deseo socialmente restaurativo planteado por Beuys, de trasladar a un espacio colectivo la acción, se propone como elemento sustancial del trabajo del artista, guiado por su desinterés en plasmar en un soporte canónicamente estético los contenidos de su actividad, coincidentes en un alto grado, en lo que en estas páginas nos ocupa, con los objetos censurados por la conciencia social.[11] Dado el deseo de Beuys de encarnar en sí mismo su material de trabajo, se asume de forma radical el sustrato simbólico que nutre a este último, sometido por igual a fuerzas creativas y destructivas.[12] La identificación del sujeto/objeto con una figura simbólica y, desde un más amplio trazo, con una forma mítica, bosqueja una estructura sistémica planteada desde premisas artísticas.

 Próximo a ello, dado el propósito de Beuys de desarrollar las acciones en un ámbito público, la obra de arte -ahora encarnada en el propio creador- escapa de su marco habitual -la celda/museo- y pasa a mostrarse, a pasearse, por ese otro escenario que es el territorio social tenido como lugar de (re)presentación. Se sustituye así un modelo pasivo de encuentro entre el objeto -estético o fronterizo con lo estético- y el espectador, por uno activo en la medida en que el primero, el objeto, sale al encuentro del segundo. La escultura se baja del pedestal y se incorpora al tejido comunitario, con el componente de encarnación -vinculable no sólo a modelos míticos tradicionales como Pigmalión, sino a su vez a una restauración del mundo inanimado en mundo animado- que se ofrece con este gesto.

 No será Beuys, en cualquier caso y para concluir con este punto, como tampoco el grupo de accionistas vieneses -a los que de inmediato nos acercaremos-, quienes expongan de modo más radical la vivencia del creador como figura simbólica. Si se desea nombrar a aquellos artistas que más rotundamente han violentado su identidad con acuerdo a planteamientos afines a los recién expuestos, habríamos de poner la vista, al menos en lo referente a esos años sesenta y setenta fundamentalmente, en figuras como Vito Acconci, VALIE EXPORT, Ana Mendieta, Gina Panne, Chris Burden, etc. Cada uno de ellos llevará la experiencia performativa radical a distintos terrenos, siempre desde la comprensión de su propuesta como herramienta socialmente renovadora. De modo sintético, en todos ello reparamos en una función del artista como sujeto catalizador de tensiones llamado a asumir las miserias o escorias colectivas -en el sentido de materiales psíquicos rechazados por la sociedad-. No son ellos el objeto de este trabajo, con todo, pues, dado su condición de pioneros, hemos optado por apoyarnos en aquellos creadores -Beuys y los vieneses- que abrieron el camino a los recién nombrados.

3.2 Accionismo vienés

La comprensión del artista como sujeto catártico, creativo y a un tiempo destructivo, es asumida prácticamente al mismo tiempo que lo hace Beuys por los accionistas vieneses -Nitsch, Muehl, Brus, en un primer periodo-. El propósito de éstos seguirá siendo desestabilizar estructuras de pensamiento asimiladas por el sistema del arte y, de forma más decisiva, por los mecanismos socioculturales. Dicho sistema del arte no deja, en este aspecto, de ser entendido como sui generis iglesia de la época secular, con sus ortodoxias y heterodoxias de por medio. Con los trabajos de los vieneses se asiste a un barroco juego de espejos en el que dos polos disociados de realidad van a establecer un mutuo contacto.  La obra de Brus, Muehl, Nitsch y posteriormente de Schwarzkogler, se plantea como un desbloqueo de las compuertas simbólicas excrementales y sacramentales,[13] como un ejercicio de restitución, a su vez, de aquello socialmente repudiado. Todo aquello expropiado a la experiencia del sujeto, todo aquello cuya negación enferma la estructura psicosomática de una entera sociedad, queda en sus acciones liberado y orientado a horadar la represión o neurosis colectiva e individual derivada del proceso de civilización. Los integrantes del grupo vienés, recordará al respecto Kristine Stiles, “utilizaron la autoprofanación como una metáfora del sufrimiento psicofísico en la vida ordinaria, así como un instrumento para ella” (2016, 365), reactivándose con ello mecanismos paralelos a los que encontramos en el marco ya presentado de la santa locura y la santa obscenidad -naturalmente, de forma radicalmente más sofisticada y autoconsciente en los vieneses-. En ello, con el fin de que alcancemos a advertir con coherencia las relaciones establecidas, es preciso recordar la traslación que en la modernidad se da desde contenidos articulados en la esfera de lo sacro a los vehiculados en la esfera estética.

 Aquello que se busca es la superación de una escisión dualista arraigada con especial vigor, como ha sido estudiado hasta la saciedad, en la estructura de la sociedad vienesa,[14] asentada sobre una tradición empolvada e instalada como modelo cultural reacio a la tarea subversiva del artista. Este último, en los modelos aquí planteados, se propone como sujeto receptor del escarnio social con el objeto de cumplir con la función de liberar aquellas tensiones que, no toleradas por parte de una cultura, generan un fenómeno de desequilibrio social -lo que no ha de desvincularse de los fenómenos de neurosis colectiva estudiados por la psicología social-. Como en el caso de la experiencia advertible en la conducta de los santos obscenos, la autohumillación individual vinculada al gesto políticamente subversivo será practicada a partir de la exposición pública de conductas tabúes que, en el caso de los vieneses, implica no sólo auto-laceraciones, sino también defecaciones, micciones o masturbaciones llevadas a cabo tanto en acciones privadas como en lugares públicos.[15] Kristine Stiles recordará, en este sentido, la acción que Muehl organizó en 1968 junto a Wiener -integrante de lo que puede llamarse protoaccionismo vienés- y Weibel, como “esa acción infame en la Universidad de Viena en la que Brus defecó y se masturbó mientras cantaba el himno nacional austriaco en el escenario” (Stiles, 399). Naturalmente, tanto Brus como Muehl hubieron de hacer frente a sentencias jurídicas.

 En este orden de cosas, el grupo de accionistas vieneses, de modo más dramático y llamativo que el artista de Krefeld -Joseph Beuys-, se entregará enérgicamente a provocar con sus trabajos una descomposición/recomposición de materiales psíquicos apelmazados. En sus acciones optarán por asumir o descargar de sí y sobre sí la violencia socialmente enmascarada. Recuerda Michel Blancsubé que es “a principios de los años sesenta [cuando Nitsch] pone a prueba en sí mismo, sobre su propio cuerpo, las capacidades curativas de sus rituales” (Blancsubé, 157). Nitsch también será quien, de todo el grupo accionista, desarrolle con más coherencia y sistematicidad un programa teórico y, en este sentido, explícito a la hora de exponer el fundamento y propósito de su obra. En relación con el motivo de la figura del artista como sujeto sacrificial y restaurador de la sociedad, el creador del Teatro de Orgías y Misterios señalará:[16]  “A través de mi producción artística (una forma de adoración de la vida) asumo todo lo que parece negativo, indeseable, perverso y obsceno, la lujuria y la histeria sacrificial resultante, para ahorrarte a TI la denigración y la vergüenza implicadas por el descenso a lo extremo” (Lapidario, 2016, s/p).[17] Pero son ante todo Muehl y Brus[18] quienes, de entre los vieneses, desarrollarán el motivo del autoescarnio de manera más radical. Próximo a los planteamientos de Nitsch, el objetivo de Muehl, con sus radicales transgresiones, pasaba, en palabras de Guillaume Leingre, por “brindar a los individuos una mejor cura. Un acceso más amplio a la liberad. […] Asignaba así al arte una nueva función: la de curar” (413).

 La exposición, de modo general, del accionista como sujeto/objeto puesto en relación -confrontado- con la esfera ortodoxa en la que se desarrolla la actividad estética, llega, según vemos y en consonancia con las vivencias anteriormente referidas, de la mano del asalto al espacio social, entendido en su conjunto como soporte desde el que se proyecta una u otra experiencia dramático-ritual, pasando así a entenderse dicho territorio como marco de la acción -todo ello, es preciso añadir, aun cuando la mayor parte de los trabajos del grupo hubo de realizarse en lugares cerrados debido a las dificultades y resistencias que encontraron para trasladarlos a un ámbito público (Jahraus, 2016)-[19]. Junto a ello, la idea de una regeneración de la colectividad se presenta, necesariamente, como objetivo precedido de una descomposición de materiales psíquicos reificados.  Ahora bien, según se ha anunciado en el apartado precedente, del conjunto de los vieneses es Rudolf Schwarzkogler quien asumirá la figura del Alter Christus de manera más estilizada, en el sentido de estetizada y simbólica. Como ya en su momento advirtiera Nitsch, la relación entre su trabajo y el de Schwarzkogler pasa por la dialéctica entre un régimen cultual dionisiaco y uno apolíneo, dialéctica que, en una estética de insinuaciones neognósticas o pseudognósticas si se prefiere -visible ante todo en el primero- implica una relación, en su plano esotérico, de identidad. Es nuevamente Stiles quien establece vínculos entre un orden mítico y, en este caso, la obra de Schwarzkogler, presentada como “una reflexión sobre la historia y las tradiciones de la medicina que se originaron en el culto de Asclepio, el médico héroe, que sirvió a la humanidad como doctor […] y quien murió en sus esfuerzos por conquistar la muerte con la resurrección y la curación” (463). La autora, que en este punto recuerda la función y significación de las imágenes religioso-sexuales manejadas por Schwarzkogler, las vincula con los órganos reproductivos en terracota dejados en honor a Asclepio con el fin de procurar recuperar la potencia perdida. Resulta destacable, por tanto y ante todo, el valor simbólico del pez, elemento recurrente en Schwarzkogler que, en línea con lo trabajado en estas páginas, atesora una doble significación: sexual y religioso-espiritual (Cirlot, 360). Su vínculo con el cristianismo, por lo demás, es suficientemente conocido. Aún en lo referente a este aspecto, Stiles finalmente destaca que “los visitantes de los templos de Asclepio solían dormir en el santuario, donde se creía que el sueño funcionaba en conjunción con los poderes curativos del dios. […] Además de ser un agente de la curación, Asclepio también se asociaba con el sacrificio” (464). Como en la poesía de Trakl o en la de Novalis, la condición onírica adopta en Schwarzkogler una significación sanadora, pero también evasiva -narcótica incluso- y, vinculado con ambas, religiosa.

 El ensimismamiento de Schwarzkogler, en cualquier caso, impide ver en él la función socialmente restaurativa que encontramos en el resto del grupo, quedando su deseo de regeneración proyectado sobre sí, orientado hacia una concepción mística simbolizada por la prevalencia del azul como objeto cromático de oposición al mundo. Asociado su rol al de Asclepio -también al del sujeto, como en Beuys, dañado-, el papel regenerativo del creador pasa en Schwarzkogler por la experiencia individual, a lo sumo grupal -esto es, hipotéticamente actuante en las pocas personas que asistían a sus acciones-, en la que él mismo se erigía como figura chamánica, como sacerdote que habría de administrar a los espectadores “ciertos alimentos, drogas y medicamentos” (629) con los que él mismo experimentaba y que podrían, dicho sea de pasada, estar detrás de su irresuelta muerte, tal y como Nitsch, con su especial aptitud para dotar de sentido ritual a uno u otro fenómeno, propone: “el proceso dramático sería de este modo un proceso de sanación tanto físico como psíquico. […] tenía en mente un proceso de catarsis y resurrección, sin dejar de lado las alusiones explícitas a la circunstancia mística de la muerte y la resurrección.” (Nitsch, 629).

4.  Rearticulación y valoración de los contenidos expuestos

Cuando Brus señala que “el arte es escupir bilis sobre el campo y cosechar las opiniones de las víboras” (Lapidario, 2016, s/p), condensa los rasgos que Nitsch moldeó dramáticamente y que Beuys encarnó en su persona, reestableciendo con ello unos vínculos conforme a los que la actividad estética, antes de derivar en un manierismo en el que el propio Nitsch se cobijó en décadas posteriores, se replantea como espacio y objeto de activación cultual. A lo largo de este recorrido hemos expuesto el rechazo buscado y sufrido por el accionista en el marco de una sociedad asépticamente moldeada por su desmedido afán de racionalizar vivencias elementales, aun cuando una anulación radical de éstas irremediablemente acaba por despertar estados de neurosis colectiva y, en última instancia, por anular el sentido de lo ritual. La tipología de accionismo explorada ha de tomarse como un ejercicio orientado a equilibrar, por vía catártica, una situación social dañina y dañada. Dramatización, denigración y sentido ritual se mezclan en esta descarnada escenografía en la que el accionista asume la vituperación social como mayor atributo de sí. A partir de este planteamiento, el anhelo de limpiar las arterias de un sistema social endurecido se presenta como ejercicio desde el que emerge un sentido primigenio de lo sacro, tarea próxima al señalado anhelo de Joseph Beuys, deseoso de propiciar una integral revivificación social.

 Recapitulando lo expuesto en el curso de estas páginas, resulta posible advertir cómo la anulación, el escarnio y el oprobio social sufrido por un particular individuo o un grupo de individuos pone a prueba las resistencias y fracturas de un modelo socio-cultural. El sujeto -el anacoreta, el asceta, el accionista- no dejará de correr permanentemente el peligro de hacer de su ejercicio, de su particular conducta, un acto eminentemente vanidoso, erigiéndose en tales momentos como figura falsa, espuria, al sustituir, siguiendo la consideración de Michel Hulin recogida en las páginas de La mística salvaje,

[…] las ambiciones y deseos mundanos por una cierta voluntad de poder, por el orgullo de dominarse y dominar a los otros. […] A partir de ahí todo está perdido para él, pues sin siquiera darse cuenta ha caído de nuevo en la lógica de la afirmación de sí, de la ostentación, de la vulnerabilidad a las circunstancias exteriores, en pocas palabras, de la dualidad éxito/fracaso (Hulin, 2007, 192).

 Cabría al respecto hablar, de acuerdo con lo recién expuesto, de una distinción entre el accionista original y el accionista que opera en el ámbito del espacio ortodoxamente artístico. Se trata éste de un peligro que fue ya en su momento advertido por los vieneses e incluso sorteado de modo drástico por un Günter Brus que puso punto y final a su trayectoria en el momento en que su condición de ‘santo loco’ contemporáneo alcanzó un grado de paroxismo o un sintomático principio de descomposición[20].

 Si bien podemos comprender, a modo de corolario, que en nuestro momento actual el individuo se ha despegado de un sentido existencial articulado en torno a lo sacro, o incluso que ha optado por transferir aquellas potencialidades circunscritas a este orden a la esfera de lo inorgánico, no resulta difícil encontrar experiencias estéticas que nos logren atravesar; experiencias, en fin, que abracen nuestro sistema límbico posibilitando con ello procesos llamados a mantenernos enraizados a la vida, tal y como si la historia no se hubiese derrumbado, con todas sus imposiciones, sobre nuestros anhelos. Algo de ello es lo que encontramos en las experiencias radicales que aquí hemos explorado.

CITAS


[1] Este trabajo se ha realizado con el apoyo de la financiación recibida de un Contrato de personal posdoctoral de formación en docencia e investigación de la UCM, en su convocatoria de 2019.

[2] En El monacato primitivo, de Colombás, se presenta un panorama general y a un tiempo detallado del fenómeno. La visión del autor no deja de denotar una mezcla de veneración y temor: “En el monacato siríaco dominaban a sus anchas la libertad, el individualismo más feroz, la imaginación más fecunda” (2004, p.142).

[3] La referencia fundamental sobre este tema es el trabajo canónico de Marc Bloch Los reyes taumaturgos.

[4] Ya de modo individual, conforme a la idea del placebo humano referida en el cuerpo del texto, ya a través de una catarsis colectiva, siguiendo en ello modelos que hoy, según recuerda Michel Onfray, es preciso poner en relación con la idea de retribalización. Simon Critchley se acerca, así mismo, a este concepto a partir de la analogía entre la experiencia del público que asiste a los partidos de fútbol y la del espectador de una tragedia en la Antigüedad (Critchley, 2018, p.62).

En cuando a lo que aquí plantearemos en relación con el arte performativo no es ya la idea de una expe-

[5] Así, por ejemplo, Simón Palmer habla de descripciones que presentan el “debut en Emesa [de Simeón] arrastrando un perro muerto recogido de un estercolero” (1999, p.63). Más adelante se alude “a su costumbre de hacer de vientre en público, y su gusto por la carne cruda […]” (1999, p.64).

[6] Sobre la conducta de estos santos locos Simón Palmer hace referencia a “un breve discurso del siglo IV sobre la peregrinatio, atribuido a Efrem el sirio, [que] da a entender que para alcanzar la necesaria condición de peregrino en este mundo hay que adoptar el comportamiento del giróvago y sentir una indiferencia casi sobrenatural ante las necesidades de la vida cotidiana; imponerse terribles ayunos en secreto y hartarse de comer en público; comportarse corno un esclavo impío, un ladrón, un vagabundo, un fugitivo, un seductor, un enemigo de la patria, un espía, un impúdico, un loco furioso” (Simón Palmer, 1999, p.61).

[7] En relación con ello, y en referencia al auge del ascetismo anacorético en el Siglo de Oro, comenta Fernando R. de la Flor: “El Desierto es el lugar ideal donde se manifiesta la fractura de una concepción del mundo como red y como sistema. Aquí el territorio en su misma fisicidad se ‘desterritorializa’, se desinviste de lo que son sus constituyentes y sus signos.” (2001, p.14).

[8] El texto de Ivanov presenta algunos otros ejemplos de estos santos obscenos a lo largo del curso histórico. El autor no deja de resaltar la necesidad de distinguir entre los santos locos verdaderos y los santos locos falsos. Entre las acciones recogidas por Ivanov no faltan aquéllas de contenido escatológico, sexual y violento.

[9] Hasta el punto de que varios de estos locos en Cristo llegarán a ser canonizados.

[10] Como fundamento de la obra de Beuys siempre se sitúa su experiencia durante la II Guerra

Mundial, en referencia a la supuesta ayuda recibida por un grupo tártaro tras un accidente de aviación. La historia, narrada por Beuys, no ha podido ser probada y se suele poner en duda pues nadie ha podido constatar tal suceso hasta la fecha.

[11] Pudiéndose entender, en lo relativo a la deriva estética del pasado siglo y de la contemporaneidad, incluso el arte abstracto más radical no como emergencia de ese material soterrado, sino, desde un concreto punto de vista, como nueva represión de aquello que es encorsetado en el lienzo y enjaulado en el museo. La relación entre el arte abstracto y una renovación de la iconoclastia dualista ha sido referida por autores como Gómez de Liaño: “En los últimos decenios una buena porción del arte de vanguardia se ha caracterizado por su condición anicónica, iconoclasta incluso. El conceptualismo ha servido a menudo de camuflaje a esta condición del arte de vanguardia” (2020, p.87).

Por lo demás, plantear aquí si con la abstracción asistimos a una liberación de la imagen o, en verdad, a una descomposición de ésta, escapa de los límites de este trabajo. Si bien la crisis del lenguaje de inicios del XX es preciso comprenderla al tiempo que acontece la emergencia de la imagen, pronto se alcanzará, a lo largo del pasado siglo, un grado de paroxismo que permite advertir un nuevo manierismo formal en relación con la naturaleza de la imagen.

[12] Así, Leingre recuerda el concepto de ‘representación de sí’ trabajado por Muehl y la AA Kommune en la que se recluyó en los setenta, concepto regido por la idea de que “El humano como artista se coloca a sí mismo al mismo nivel que el material y de esa manera se torna imagen, y se mueve dentro del reino de la autocreación. Imagen y artista se confunden. […] Hallando alimento en su material y volviendo directamente la creatividad hacia él, el artista se torna material por vez primera” (Leingre, p.414).

[13] Motivo que nos lleva así mismo a recordar la obra de Dieter Roth, artista influido por Josef Beuys, con quien entró en contacto en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf.

[14] Marco social que no es posible obviar a la hora de acercarnos a los accionistas, como tampoco a la hora de contextualizar la emergencia del psicoanálisis freudiano.

[15] Tales prácticas no cabe desligarlas del concepto creado por Gustav Metzger de “Arte autodestructivo”. Los accionistas vienes, excepto Schwarzkogler, participarán en 1966, en Londres, en el recordado DIAS (Destruction In Art Symposium), donde entraron en contacto con algunos miembros de Fluxus -no así con los situacionistas, que rechazaron la invitación (Blancsubé, p.163)-. Poco después, Muehl, junto con Oswald Wiener, creó ZOCK con posterioridad a dicho simposio. Con ZOCK se pregonaba, una vez más, un “rechazo absoluto de las convenciones” (Stiles, p.399). Así mismo, es preciso recordar el contexto postbélico en el que surge el Accionismo, tal como lo expone, sucintamente, Robert Fleck: “Se ha escrito, con justa razón, que la fuerte dimensión blasfematoria, escatológica, sexual y de autotortura de los happening vieneses de los años sesenta traduce la voluntad de exorcizar una mentalidad y una cultura política posfascista y posnazi en Austria, así como de hacer estallar el consenso represivo de la restauración política de la posguerra” (Fleck, p.206).

[16] Las asociaciones crísticas que Nitsch desarrolla en su trabajo -pensemos, en lo relativo a estos comienzos de los 60, en Die Blutorgel- tienen por objeto la exposición ritual del referido motivo desde su vínculo con su base dionisiaca.

[17] “El objetivo [afirma Nitsch] es la sacralización sistemática del arte y de ese modo provocar una profunda espiritualización de la existencia, a través de la cual el ser humano se convierte en el puro sacerdote del ser, y no, como era antes, el menos apetecible de todos los animales” (Santamarina L., 2016, p.488).

[18] El propio Gustav Metzger indica que en el arte de los vieneses “el cuerpo sacrificado ciertamente se simula, pero nosotros consideramos real, y su vida, ciertamente, fue sacrificio: prisión, aislamiento, exilio y muerte. Eran poetas, debían cantar. No obstante, ante esa realidad, cantaron con sangre y excremento. El artista como chivo expiatorio, el artista como bufón, como criminal, como maniaco.” (Metzger, pp.609610).

[19] De manera que, con el fin de difundir la significación de sus rituales, resultó fundamental el empleo de la fotografía como herramienta de trabajo.

[20] Así lo expondrá Robert Fleck en su estudio sobre el artista: “Resulta por demás lógico, entonces, que Günter Brus haya optado por detener las acciones tras ese momento decisivo de la Zerreissprobe ya que, por un lado, la acción había empezado a poner concretamente en peligro la vida del artista y, por el otro, una competencia malsana marcada por hazañas cada vez más extremas había terminado instalándose, muy a pesar de ellos, entre los artistas del arte corporal” (2016, p.197).

Referencias

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